Dicen que el
peor castigo para un hombre es enterrar a su hijo.
Esta historia
va de eso.
De la
desesperación que siente un padre cuando un hijo se le está muriendo, y los
médicos no son capaces de aliviar su mal, y el Doctor House sólo existe en la
televisión.
Y en esas
ocasiones, la fe puede ser el último asidero. Así pues, el protagonista de
nuestra historia se dirige todas las noches a la iglesia donde descansa el
Cristo del que es devoto, y le dirige la plegaria más conmovedora, plena de
impotencia y cada noche, un poquito menos esperanzada. Y la vida de su hijo se
va consumiendo como una vela mecida por el aire, a la vez que la fe va
menguando, hasta que llega el desenlace.
Si la
naturaleza va contra sus propias normas, no hay razón que entienda que la
vida se acabe casi antes de estrenarla. Y la desdicha se alía con el rencor en
el corazón, y el hombre se dirige por última vez a ver a su Cristo, al que
antes idolatraba, para decirle "Te pedí por la salud de mi hijo, y
Tú no lo salvaste. Nunca más volveré a verte"
Cuando ya
casi ha traspasado la puerta del templo, se vuelve con el rostro anegado
en lágrimas y el corazón ennegrecido por el dolor, y le casi escupe su
despedida a la imagen, antes venerada, "si
quieres verme, ven Tú a mi casa".
El tiempo, a
pesar de lo que se suele decir, no lo cura todo, pero si hay ocasiones en las
que su paso sirve para anestesiar el dolor.
Y nuestro
hombre, si no ha rehecho su vida, al menos puede convivir con ella, y
trabaja como todas las noches en su taller, ajeno desde hace mucho a todo
aquello que tenga relación con la Semana Santa o la religión.
Mientras, en
una procesión que se lleva a cabo cerca de allí, va la imagen de ese Cristo, y
empieza a llover con furia. Hay que poner la imagen rápidamente a salvo, para
que no sufra daños irreparables, y el local más cercano es el taller de nuestro
hombre, al que sobresaltan unos fuertes golpes en su puerta. Cuando abre, se
encuentra frente a frente con el Cristo que había desafiado tiempo
ha, en la puerta de su casa, mirándole, y aceptando ir a verle como él le dijo
cuando estaba roto por el dolor. Dicen que en ese momento, el hombre se
arrodilló y lloró.
Se habla de
la fe como refugio para tiempos de tragedia, pero si este milagro lo es o no
(eso queda a la opinión de cada uno), habría que quedarse con la imagen de un
hombre que mira a los ojos de Dios para gritarle su dolor, y la de un Dios, que
acepta el desafío y va a buscarle para devolverle la visita.
P.D.: Lo mejor de esta historia es que es real. Sucedió en los años 60
en Sevilla, y el protagonista es un futbolista muy conocido en esa ciudad, Juan
Araujo.
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