entre lobos y hienas

No se trata de un vídeo de mucha calidad, pero se ve bien. En un único plano fijo, durante más de nueve minutos, una chica morena, delgada y con el pelo ensortijado sostiene un  grupo de pequeñas cartulinas. No podemos distinguir con claridad su rostro, pero en los fugaces segundos en los que baja la cabeza, no parece una persona alegre.
"Hola", reza la primera. y así, en silencio, va pasando el relato de un infierno íntimo encerrado en pequeños trozos de papel.
Con doce años, usa la cámara del ordenador para comunicarse con sus amigos, y para conocer a otras personas. Alguien la embauca con palabras ya sucias por lo repetidas y manoseadas, "eres hermosa, eres perfecta", le dice. Y va un paso más allá. "Enséñame los pechos", y Amanda que ese es el nombre de la protagonista de este cuento de terror, lo hace. Con doce años, enseña parte de su intimidad, aún sin formar, como lo debe de estar su espíritu, a un desconocido.
Durante los tres años siguientes, Amanda descubre con horror que se puede morir como persona aún siguiendo con vida. Su acosador muestra por la red y envía a todos sus conocidos la foto de su torso desnudo.
Lo malo de un agujero, es que puede ceder bajo tus pies, y tú seguirás cayendo. Depresión, ansiedad, alcohol, drogas. Cambios de domicilio y de escuela, pero el horror, incansable, la sigue persiguiendo. Termina de nuevo humillada y vejada, incluso por sus nuevos compañeros, y un día tras una paliza, ingiere una botella de lejía para acabar con todo. "No sé qué hago aquí" afirma preguntarse cada día, incapaz de superar las bromas crueles y despiadadas de sus compañeros. El final es conocido.
Pero con ser dura la historia del acoso por internet, lo es más aún el encontrarse con la ruindad infinita que puede albergar el ser humano. Adolescentes de uno de los países más ricos del mundo, con todo a su favor, se ensañan con una muchacha desorientada y frágil, que sólo busca aceptación, "necesito a alguien y no tengo a nadie", como reza una de las cartulinas de su testamento videográfico. Hasta seis meses después, la siguen en las redes sociales y le mandan comentarios crueles sobre su intento de suicidio.
Seguramente alguno de esos miserables, habrá depositado una velita en esos altares improvisados que se construyen para casos así. Igual alguno o alguna cree que de esa manera acallará su conciencia y lavará su acción, pero  uno, que ya no cree en la raza humana y sí, poco, en algunas personas, espera que a muchos de los actores de esta triste historia, la vida les escupa en la boca, y que en algún momento de su vida sientan el desamparo y la soledad de una chica de quince años que, todavía no sabía relacionarse con el mundo y tan solo quería que la quisiesen.




literatura de papelera: inicio de novela


Cuando lo llaman , cuando dicen su nombre entero y sus dos apellidos, al principio, no responde. Le resulta raro oírselos a alguien, pues no le llamaban así desde que estaba en el colegio. Sin embargo, reacciona, y adelanta la mano, “como un robot”, se dice, y no puede dejar de observar como  su interlocutor  sonríe con suficiencia ante su torpeza.
¿Qué pensamos unos de otros cuando aún no nos conocemos? Se supone que eso forma parte de los tanteos que nos impone la educación, porque nadie, o casi nadie, se dirige a los demás con lo primero que se le ocurre.
Ahora, pues,  se fija detenidamente en ese hombre, que sin soltarle la mano, desarrolla, de una forma mecánica y algo desganada, el ritual de frases hechas de este tipo de encuentros. Y, por fin, la mano atrapada dentro de la zarpa de su contrario, viene a su memoria de qué conoce a ese individuo. “La mili”, pues claro, no podía ser en otro sitio. Y como si Carlos Martínez, que así se llama su antiguo compañero de armas, le hubiera leído el pensamiento, empieza a rememorar grasientas anécdotas de un lejano tiempo que Luis creía, y querría, olvidado para siempre. Hace ademán de mirar el reloj, por si el pesado cae en la indirecta, pero si lo ve, no se hace el enterado. Así que hay que pasar a la acción. “oye, me encantaría seguir hablando contigo, pero me esperan”. Normalmente, eso suele bastar para librarse de este tipo de personas, pero no, se ve que hoy no es su día. “Bueno, pues dime dónde vas y te llevo, tengo el coche aquí al lado, y ya terminé con lo que vine a hacer”. Se impone hacer algo, porque si no el tal Martínez le va a fastidiar el resto del día, y ante situaciones desesperadas, como sin duda  era aquella, se imponen soluciones desesperadas. “Mira, es que me esperan en el aeropuerto, y voy a coger un taxi, gracias de todos modos. Dame tu teléfono, y te llamo un día de estos para hablar” Aunque sabe que nunca le llamará, estima que así todo queda más educado, ¿cómo diría?, más formal.
Pero a Martínez no hay quien le pueda, y con su optimismo a prueba de rechazos, y su cháchara interminable, no se da por vencido. “De eso nada, tú no coges un taxi, estando yo aquí. Además, el coche es nuevo y le vendrán bien unos kilómetros, para hacerle el rodaje. Así seguimos (¿seguimos? ¿en plural?) recordando los viejos tiempos”.
Así que, Luis Moreno,  licenciado en Ciencias Químicas, funcionario  del ministerio de   agricultura, divorciado, y con algunas canas, sólo pone unas pocas protestas, casi balbuceadas, entre su antiguo conmilitón y él, y se ve casi empujado a entrar en un vehículo…

la vida es capicúa

Cuando va a ser engullida por una araña, la mosca no puede dejar de mirar a su captora, con una mezcla de terror y fascinación que es su perdición, ya que no hace nada por salvarse.
Algo así me pasaba a mí con las clases de matemáticas. Iba a esa clase en la que no entendía nada de lo que explicaban los sucesivos profesores que me padecieron como alumno, y les escuchaba hablar con absoluta seriedad y con la certeza de que lo que decían era algo importante. Se desplegaban ante uno conceptos, gráficos y relaciones que establecían un mundo propio, alejado en grado sumo de las entendederas de un alumno de letras, letras. No obstante, en aquel maremágnum de funciones, conjuntos y signos, algunos conceptos sí llegaba a captarlos. Uno de ellos fue el de los números capicúas que ofrecían la rara belleza de lo simétrico.
Y que daban para cuestionarse enunciados metafísicos: ¿qué sentiría el número del medio, casi engullido por los extremos, débil y a la vez importante por su singularidad? En fin,  los adolescentes que odiábamos las matemáticas, buscábamos cualquier subterfugio para evadirnos, ya se ve.
Y la vida pasa, aburrida o no, pero inflexible, y aquel adolescente se ha hecho mayor y sin dejar de ser hijo, se ha convertido en padre.
Se ha escrito sobre la sensación que deja en el corazón el reconocer en el espejo gestos de los padres, pero desconozco si se ha hecho, sobre el vértigo que supone que un proyecto de ser humano, tras numerosos azares genéticos, repita ademanes que tú consideras como propios. Y uno empieza a comprender que la vida es capicúa, que al fin y al cabo no es otra la función que se nos reserva que la de hacer de puente entre los afectos, siempre frágiles, de los demás. Y que aquello que nos parecía fastidioso, esa arruga en la comisura de la boca, ese guiño heredado, nos resulta ahora motivo de orgullo cuando un hijo nuestro los tiene.
Es curiosa la vida, sí. Hasta las matemáticas tienen sentido. Y es que siempre parecerá mejor ser la cifra de en medio, que un número primo, que como reza la novela, sólo se tiene a sí mismo.

Hacer un calvo

Cuando éramos jóvenes, si  salías de juerga y  tenías la suerte de que en tu grupo alguno disponía de coche, lo más habitual era  que todos acabasen  altamente perjudicados, y que  los que viajaban en el asiento trasero enseñasen la retaguardia a los coches y viandantes que pasaban, con el expeditivo método de bajarse los pantalones, pegar el trasero al cristal y gritar para llamar la atención, y con suerte, escandalizar a alguien. A eso se le llamaba hacerse un calvo.
En Cerdanyola, hace unos días, dos policías locales no llegaron a tanto, tal vez por que el calvo ya iba en el asiento de delante, pero también parecen volver de una fiesta. Y, a juzgar por los comentarios, el vídeo en cuestión ha sido del agrado de numerosas personas, excepción hecha  de sus jefes en el Ayuntamiento de la localidad, que han suspendido a nuestros héroes. A nosotros, qué vamos a decir, tampoco nos parece para tanto. Al fin y al cabo, continúan una gloriosa tradición.
Por otro lado, la afición, y en concreto, los jóvenes que intercambiaron amablemente puntos de vista con los antidisturbios la pasada semana en Madrid, se preguntan si éstos no deberían seguir su ejemplo y utilizar la porra como una striper y no para otras actividades.
Cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero sí hay diferencias con otras épocas: en Praga les daban flores a los soldados, aquí si te descuidas te enseña un plátano la policía.
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