la habitación del hijo

Hay un momento definitivo en la paternidad (o en la maternidad,según). El instante en el que entras en la habitación del hijo, normalmente a estas alturas bebé, para verle dormir. Ahí ya estás perdido. Ese gesto, inocente y a medias, temeroso, va a marcar tu existencia futura. 
Porque lo vas a repetir durante más, muchísimas noches más de lo que te puedes imaginar. En un principio para controlar si respira, si está resfriado, si tiene calor o tirita de frío, para arroparle, en fin.
Pero pasará el tiempo y, casi imperceptiblemente, la decoración de su cuarto mudará al ritmo que crecen sus huesos. Y te descubrirás velando con él las noches de estudio, arropándole cuando hace frío (esa manta ya le queda pequeña) o asomándote temeroso al muro que crea la puerta cerrada que nunca sospechábamos que iba a estarlo.
Y te asomarás, con inquietud creciente,cuando no esté en esa cama a la hora de dormir, tranquilizando sólo tu corazón el tintineo familiar de unas llaves en la puerta.
Pero aún así, te queda lo peor. El momento en el que sabes que no va a ocupar más esa habitación, en el que podrás entrar con libertad en ella, sentarte y recordar aquellos tiempos en los que una de tus alegrías era el asomarte a la habitación de tu hijo,y verlo dormir, ajeno al mundo. 
Tal vez sea esa la verdadera lección de la vida: que la felicidad está en los ojos cerrados de un niño que duerme, y en los ojos abiertos de unos padres que le ven dormir.

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