No resulta sencillo encontrar las palabras para tratar de expresar las sensaciones que han de venir a tu cabeza cuando circulas por una autovía, que tan sólo tiene 20 años, y ésta, literalmente, se viene abajo. Tal vez el intenso torrente de adrenalina que ha de circular por tus venas en esos eternos momentos, en los que aprietas con desesperación el acelerador, y escuchas como el asfalto, los hierros, y toda la estructura se deshace como azúcar, no te da opción a nada más.
O quizá sí. Quizá piensas en el beso que no diste a tu hija por que tenías prisa, o que no podrás volver a abrazar a tu mujer. En esos terribles, largos y extenuantes momentos en los que pareces un personaje de dibujos animados, corriendo sobre planchas de hormigón que caen sobre la riada, tu vida no parece tan mala, y darías lo que fuera por tener la oportunidad de seguir disfrutándola y padeciéndola un poco más.
Al final, el motor de tu furgoneta responde, y consigues llegar al otro lado del puente, mientras a tu espalda sólo queda un hueco en lo que era una orgullosa obra de ingeniería humana.
En un minuto, en un sólo minuto, has visto la piel del diablo y la cara de Dios (aunque no creas), y en ese minuto te has dado cuenta de lo frágil que es tu existencia. En un minuto, en un sólo minuto has plantado cara a la muerte y le has dicho que todavía no era tu momento. Y la muerte, tal vez dolida, pero resignada, como en el cuento, te buscará en otro momento y en otro lugar.
(Nota: la foto que inspira este escrito ha aparecido en todos los medios, pero no he sido capaz de encontrar más información sobre lo sucedido)
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